En la ciudad de Atenas, un chismoso se acercó a
Sócrates para hablarle de un tercero: “…me
han dicho que…”, empezó a decirle el cotilla despacio y al oído. Antes de
que continuara hablando, el filósofo ateniense le interrumpió y le dijo: “Antes de que sigas hablando, te voy a hacer
tres preguntas: ¿estás seguro de que lo que me vas a contar es cierto? Por otra
parte, lo que vas a decirme, ¿es bueno? Y, además, ¿será provechoso para
alguien?”.
A la tercera negación (parece que a la tercera va
la vencida y que el negar tres veces es el límite que permite ya considerar el
no dar ya más oportunidades al negador), Sócrates echó de su lado al
interlocutor correveidile.
Quizás no todos tengamos el sentido de la moral tan
acentuado como el sabio ateniense, o el carácter adecuado para arrojar de
nuestro lado a los que nada aportan sino murmuraciones y patrañas, pero si
hiciéramos estas tres preguntas a todo aquel que se acerca a nosotros con ánimo
de comadrear, cotillear y enredar, de difamar o de levantar falsos testimonios y
calumnias sobre las personas, seguramente viviríamos en sociedades menos
crispadas y menos preocupadas por el qué dirán, práctica que se ha convertido
en el pan nuestro de cada día, consagrada incluso en programas televisivos que
no tienen otro objetivo que despellejar de modo sistemático a los demás, como
si fuera la actividad esencial de nuestras vidas.
Es evidente que nos equivocamos los que pensamos
que las comadres eran un patrimonio de la vejez ociosa, o un residuo de
sociedades ignorantes, empobrecidas y simples, cuyo objetivo, para matar el
tiempo, y dado el infortunio, la escasez y la falta de perspectivas de sus
vidas, no era otro que el de hablar de los demás, de someterlos a la diatriba,
a la mordacidad y al vapuleo inmisericorde e incontinente de sus afiladas
lenguas, que ejercían de censores y jueces de la comunidad, sobre todo si ésta
era pequeña y cerrada.
Hoy vivimos en una sociedad mucho más abierta, más
informada y que se perturba menos por la novedad, lo extraño o lo escandaloso;
sin embargo, parece que le sigue importando más la opinión que la verdad; el
chismorreo y los enredos parece que le interesan más que el conocimiento, y a
la que parece satisfacer más la dispersión, lo trivial, la inmediatez o el
enriquecimiento acelerado, que la investigación y el análisis, la prudencia o
el prestar atención a lo que realmente nos hace sentirnos bien y satisfechos
con nosotros mismos y con el entorno que nos rodea, con aquello que nos ayuda a
mejorar como colectivo y a enriquecernos como personas.
Alguna responsabilidad, sin embargo, tendremos
todos en este apogeo de la mediocridad, del comadreo mediático y de la
exposición pública de nuestras intimidades sin el más mínimo asomo de pudor, en
un espectáculo repetitivo de la oquedad y de la superficialidad tan necia y
anodina que nos asola; todo ello elevado, eso sí, a la máxima potencia y al
éxito por las cotas de audiencia en las que lo simple triunfa y se extiende con
rapidez por esta sociedad de la imagen que, en general, prima la banalidad o la
chabacanería sobre el ingenio, la lucidez o la sutileza.