La televisión se ha
convertido en un elemento imprescindible de nuestras vidas, en un icono tan
extendido y tan demandado, que sería difícil encontrar alguna casa en el
denominado primer mundo donde este aparato no presida el salón de la misma;
incluso que existan varios de ellos repartidos por habitaciones, cocinas,
patios, cocheras, etc., como si su presencia se hubiera hecho inevitable y
fuera primordial su multiplicación sin cesar a medida que sus contenidos
reiteran la mediocridad, los tópicos, la vulgaridad y el cacareo social y
mediático hasta límites inverosímiles.
Lo que podría ser un
instrumento de información y de transmisión de la cultura, del arte, del
teatro, de la ciencia o del buen cine, y una herramienta realmente valiosa
desde el punto de vista educativo y formativo de la ciudadanía, se utiliza en
gran medida para airear los vómitos y los trapos sucios propios y ajenos,
emitir cine de la peor calidad, violento, ramplón y sin valor alguno o
programas que reiteran de manera constante y tenaz noticias o eventos de
naturaleza morbosa, frívola o insustancial.
También se ha convertido
en un eficaz medio de propaganda para aquellos que detentan el poder y las
dirigen a su antojo con la finalidad de conseguir sus propósitos, bien sean
políticos, económicos o de credo, incluso aunque tales cadenas televisivas se
sustenten y se mantengan con dinero público.