Hace poco más de un año, el 24 de agosto de 2009, que me inicié en el mundo del ciberespacio. Algunos amigos, como siempre, me animaron a ello, y una vez superados miedos, timidez, escrúpulos, prejuicios y algunos escollos más, decidí por fin ingresar en una realidad que conocía escasamente y en la que navegaba con dificultad y recelos.
Lo que en principio eran dudas, aprensiones y temores se ha convertido en una tarea casi inevitable de mi actividad cotidiana. El blog me permite crear a mi propio ritmo, publicar (o ciberpublicar, o lo que quiera que sea o se diga) cuando lo estime oportuno o me parezca que tengo el material adecuado (o no); me permite retocar algún error, modificar algún punto de vista y enviar mis opiniones y mis creaciones no sé a dónde ni a quiénes pero, al menos, no se apolillan en papeles y cuadernos ocultos en cajones sin ninguna otra tarea que dejar que el tiempo pase, acartone y arrugue su frescura o su desaliento.
Así como en el libro importa la permanencia, en el blog prima el instante, la mutabilidad, la precariedad de lo que está continuamente haciéndose. En ese sentido es más parecido a la propia vida, que se reinventa cada día, evoluciona, cambia, retoca su propio caminar, se arrepiente, duda, está siempre en precario y nunca da nada por terminado, salvo que la muerte venga a trocar ese tumulto para convertirlo en silencio y olvido.