Vuelvo a hacerme preguntas que creo
que son pertinentes al hilo de los acontecimientos que estamos viviendo y a los
que estamos asistiendo como convidados de piedra y sufridores de primera línea:
si son los mercados y el gran capital los que dictan lo que hay que hacer en
todo momento, ¿para qué queremos a los políticos? ¿Por qué seguimos llamando
democrático a un sistema en el que las normas vienen impuestas por el FMI, por
las agencias de calificación o por opacos y brumosos monopolios financieros,
inversores y especuladores que poco o nada tienen de democráticos? ¿A qué se
está jugando? ¿A desprestigiar los sistemas democráticos? ¿A reducirlos a su
esqueleto formal en una ceremonia que se repite cada cuatro años y después, si
te he visto, no me acuerdo?
Si los ciudadanos, que deben ser el
objetivo primordial de los políticos, porque en ellos han delegado y confiado
para que defiendan y protejan sus intereses y su bienestar, han quedado
reducidos a meros peones cuyo único valor reside en su capacidad de aguante y
resignación y en padecer las tropelías y los desmanes de las clases dirigentes
para mantener su status quo de
prebendas, privilegios y abusos, ¿qué interés tiene para ellos, para los
ciudadanos, este estado de cosas?
Toda esta situación tiene la
apariencia de un juego excesivamente peligroso en el que las apuestas cada vez
más arriesgadas de los que no tienen ningún pudor en apostar con el sudor de
los demás, ponen al borde del abismo a sistemas de convivencia cuyo valor residía (y reside) en su capacidad de proporcionar a todos las mismas oportunidades, respetar sus
derechos inalienables y ampararles frente a la injusticia, la desigualdad y la
falta de libertades, así como proporcionarles y asegurarles una vida digna y
con garantías de que todos esos beneficios y recursos materiales y humanos se
mantuvieran y mejoraran con el tiempo.
Si se rompen estos esquemas, si se
alteran estas reglas de juego en beneficio únicamente de una parte, la de los
ricos y poderosos, si varían las coordenadas en las que asentaba el avance y la
prosperidad de nuestro territorio y de nuestras ilusiones, ¿qué le queda a la
inmensa mayoría de la ciudadanía sino una desconfianza progresiva en el
sistema y en sus dirigentes, una sensación de tomadura de pelo y un aumento de
la suspicacia y el recelo hacia todo aquello que no sea su propio egoísmo y su
interés individual?
Con esta actitud, comprensible por
otra parte, se rompe uno de los elementos fundamentales del sistema
democrático, como es la cooperación, la confianza en sus dirigentes, el sentido colectivo y generoso de la
convivencia que fundamenta la equidad, la cultura y el progreso. De otro modo, la vuelta a
las cavernas más oscuras planea sobre las cabezas de los desesperados mientras
un cierto olor a podrido se extiende de nuevo por el paisaje de una desolación
anunciada.
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