Hace tiempo
que estoy convencido de que los nacionalismos son rémoras que no sirven más que
para llenar de enfrentamientos y odios la convivencia. Las banderas y los
himnos, las creencias, la lengua y las tradiciones comunes se utilizan sin
escrúpulos por unos cuantos con oscuros propósitos identitarios que no tienen
otra finalidad que separar y excluir y de paso encumbrarles a ellos a los
puestos de honor y de poder que persiguen.
Pertenecer a
un territorio es algo totalmente fortuito que forma parte de la existencia azarosa
de los individuos; no es una marca genética ni un factor sanguíneo ni una señal
inmutable y sagrada que distingue y diferencia a unos individuos de otros de
manera nítida e inconfundible y para siempre.
Las
diferencias entre los seres humanos no son naturales, sino ideológicas,
económicas, sociales o políticas, producidas por el devenir de su propia
historia, por las circunstancias y avatares de las vivencias que poco a poco
han ido produciendo desigualdades e injusticias en el seno de las propias
comunidades humanas, diferencias debidas sobre todo a las acciones y a los
discursos interesados de aquellos que vieron en la defensa de esas
discrepancias un modo de medrar a costa de la ingenuidad, del miedo y de la
ignorancia de la gran mayoría.
En un mundo
que se ha hecho pequeño y casi irrespirable y en el que durante mucho tiempo se
luchó por eliminar las fronteras que no hacían sino separar de forma artificial
y violenta personas y territorios, no parecen tener mucho sentido el que
algunos se empeñen en seguir fabricando fronteras y muros en base a
estereotipos e idiosincrasias que son más bien producto de sus propios delirios
o el fruto ocasional de las circunstancias y de los accidentes, más que
verdaderas categorías definitorias de lo que es un ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario