domingo, 21 de febrero de 2010

MEDITACIÓN SOBRE LA CRISIS III


A principios de la crisis, en el lejano 2009, recibí un e-mail con el título de “la crisis: Sencillo cálculo”, en el que se hacían una serie de cuentas fáciles, cuentas que un televidente había enviado a la CNN. En ellas se hacía el siguiente cálculo: 700.000 millones de dólares más 500.000 millones que se le han entregado a la banca en Estados Unidos, más los miles de millones que entregarán los Estados europeos a los bancos en crisis en el continente, más… un largo y mareante etcétera de miles de millones.
El televidente, no obstante, sigue haciendo sus cálculos, sólo teniendo en cuenta los 700.000 millones de dólares que, divididos entre los aproximadamente 6.700 millones de personas que habitan el planeta, equivale a entregarle 104 millones de dólares a cada uno, a cada persona, con las ventajas evidentes que este reparto tendría, sobre todo, para las familias numerosas. Acaba concluyendo el autor del cálculo millonario que de este modo no sólo se erradica la pobreza sino que se convierte en millonarios a todos los habitantes del planeta.
El cálculo es cierto. Cualquiera puede hacerlo y, si quiere, añadirle las cifras con que cada Estado ha contribuido ayudando a los bancos y otros sectores de la economía con el objetivo de superar la crisis (¿su crisis?). Añadiendo estos nuevos esfuerzos estatales, como es obvio, cada ciudadano vería incrementada su riqueza de forma sustancial. ¿Será por dinero?
La respuesta inmediata es evidente: ¡que me den, al menos, lo que me corresponde! Sin embargo, una segunda mirada más reflexiva, o más pesimista, sobre el asunto, y dentro de la rabia que produce el que nos estén tomando el pelo, surge la incertidumbre, la duda, sobre si sería lo más adecuado convertirnos de la noche a la mañana a todos en millonarios. Lo más previsible es que todos, o casi, quisiéramos hacer las mismas cosas y al mismo tiempo: dejar los trabajos que no nos reportan ninguna satisfacción, viajar sin prisas y sin ganas de volver a nuestras cotidianas labores, descansar y disfrutar de la compañía de los seres que apreciamos, y un sinfín de actividades que cada cual adaptaría a su propio carácter y sensibilidad y que sería prolijo y aburrido enumerar aquí y ahora.
Probablemente el camarero que necesitamos para nuestras cañas habituales ha decidido que mejor que le sirvan a él; o puede que cuando vayamos a comprar los billetes para hacer un viaje idílico a un lugar remoto, nos encontremos con que la agencia de viajes ha colgado el letrero de “cerrado con carácter indefinido”; o puede que nos encontramos con que nadie quiere encargarse de aquellos trabajos tan poco vocacionales como gratificantes o agradecidos y, sin embargo, tan necesarios, como recoger a diario la basura, ejercer de policía, barrer las calles, recoger aceitunas, envasar conservas, vendimiar, estar en la caja de un supermercado o ejercer cualquier otro oficio poco estimulante como cuidar de las personas mayores o limpiar lo que otros ensucian. Es posible que en este estado de cosas, muchos taxistas, conductores de autobús, pilotos de avión, etc., decidan que ya se han cansado de llevar pasajeros; puede suceder igualmente que muchos profesores y maestros abandonaran el maravilloso mundo de la educación en busca de horizontes más gratificantes para su salud y su stress y decidieran también coger vacaciones en aquellas fechas del año en que nunca pueden, aunque ya nadie pueda llevarles a ningún sitio.
Muchos querrán dedicarse a cultivar el espíritu y otros muchos, seguramente, a no cultivar absolutamente nada. ¿Quién garantizaría, entonces, los servicios mínimos básicos para subsistir? ¿Cómo podrían mantenerse las ciudades, los Estados, el orden y el buen gobierno en un mundo de millonarios únicamente preocupados por el ocio y la buena vida? ¿Qué ocio y qué buena vida tendríamos, si nadie se iba a ocupar de proporcionarlo? Los robots aún no han llegado a ese extremo. No parece, pues, un panorama muy estimulante. A pesar de todo, sin embargo, muchos seguirán pensando que no estaría mal que le dieran su parte correspondiente: En vez de dárselo a los a los bancos y a las empresas con problemas, ¿por qué no se paga también con ese dinero, por ejemplo, las hipotecas que, al fin y al cabo, revertiría sobre los bancos pero también sobre los ciudadanos, estimulando el consumo, que es de lo que se trata? En fin, un galimatías difícil de entender, o difícil de querer entender. Tendremos que hacer una concesión a las mentes pensantes (¿?) que nos gobiernan política y económicamente y tendremos que creer que cuando se ven tan claras las soluciones y no se llevan a la práctica, algo habrá que se nos ha pasado a los demás en nuestro razonamiento, que ellos tendrán sus razones para actuar así, razones de índole macroeconómica, tan abstrusas e impenetrables para el común de los mortales, que tendremos que pensar que es mejor seguir como estamos a entrar en una situación que no comprendemos y de la que no podemos saber sus consecuencias. Parece que sólo nos queda la desesperanza y el pataleo.
Sin embargo, lo que sí parece evidente es que nunca como ahora se ha dispuesto de medios y recursos económicos y técnicos para solucionar los problemas y las dificultades. Produce tristeza, por tanto, y mucha decepción, que teniendo en nuestras manos tales medios no podamos o no sepamos o no queramos solucionar los graves problemas de la humanidad o, al menos, atenuarlos.

POR SUS GESTOS LOS CONOCERÉIS

Cuando emitimos algún juicio, alguna opinión sobre un personaje público, no podemos hacerlo sino a través de la imagen que ellos mismos proyectan a través de los medios de comunicación, que se hacen eco de sus declaraciones, de sus acciones y de sus gestos. Ellos guardan la memoria gráfica y sonora de lo que mostramos y decimos, que es más objetiva y veraz que nuestros recuerdos, más ambiguos y confusos a medida que el tiempo los va macerando en nuestra mente.
El último gesto del ex presidente Aznar en Oviedo es el enésimo de su trayectoria pública y va completando y mostrando el retrato de un personaje cuya talla moral, intelectual y política va quedando poco a poco impresa en él.

sábado, 20 de febrero de 2010

AFORISMOS 18

Lo nuevo, lo extraño, lo absurdo atrae y desasosiega; lo habitual esclaviza, aburre y nos atrapa en la cómoda tela de araña de su inercia.

martes, 16 de febrero de 2010

ESQUIZOFRENIA NACIONAL

El diccionario define la esquizofrenia como una enfermedad mental que se caracteriza por una disociación específica de las funciones psíquicas. El origen griego de la palabra (σχίζειν, escindir, y θρέν, inteligencia), nos aclara su significado, que alude a la circunstancia en que la mente padece una separación de funciones, una ruptura, una discrepancia.
Fue cuando el referéndum sobre la entrada de España en la OTAN el primer gran momento que recuerdo de esquizofrenia nacional. Nada era lo que parecía. Los que habían sido anti otan (políticamente hablando) defendían el sí a la OTAN, con fuerte oposición, más o menos velada, entre sus propios correligionarios; los que tradicionalmente habían sido defensores de esta alianza, defendían la abstención, más o menos encubierta, e incluso algún tímido no. Los intereses partidistas y geopolíticos, la caza del voto y el deseo de entrar en Europa propiciaron el panorama de la confusión. La desavenencia nacional en aquel entonces produjo no pocas agrias discusiones, que el tiempo, como siempre, relegó al olvido y a la indiferencia.
Aunque ahora no se dan las mismas circunstancias, el tema de debate sí que produce cierta crispación, por la importancia que para el futuro de la colectividad tienen las decisiones que se tomen con respecto a la energía que consumimos y a los residuos que su uso provoca.
Es obvio que los ciudadanos tenemos a derecho a opinar en aquellas cuestiones que atañen más o menos directamente a nuestra existencia y a nuestro porvenir. Sin embargo, para emitir una opinión razonable es necesario poseer una información fidedigna, que debe ser aportada por aquellos que la poseen y, a ser posible, al margen de intereses electorales o partidistas.
Dicha información debe contener, a mi juicio, una lista de ventajas e inconvenientes a corto, medio y largo plazo, suficientemente explícita y consensuada por especialistas y entendidos en los temas sujetos a discusión y/o decisión, como para no provocar confusión en las futuras decisiones de la ciudadanía, y que ésta pueda decidir libre y conscientemente acerca de los mismos, conociendo los riesgos y los beneficios de tal decisión.
Proceder de otro modo, alentando las pasiones y los intereses, no provocará sino ambigüedad, divagaciones, ruido, ofuscaciones y disputas que nada aclaran y que sólo sirven para abonar decisiones que dejan heridas abiertas y la sensación en la ciudadanía de que ni pincha ni corta en las decisiones que le atañen y para las que no parece que interese que posea la información adecuada.

MUERTO


FERNANDO TERREMOTO

Mirando en Internet me entero, con sorpresa, de la muerte de Fernando Terremoto ayer mismo, sábado 13 de febrero, a los 40 años de edad, debido a una enfermedad que padecía y que, al final, se llevó su voz y sus resonancias de Jerez.
Hijo del legendario Terremoto de Jerez, tuve la ocasión de escucharlo en directo un par de veces: una en la Peña “Amigos del Flamenco”, más recogida e íntima, donde estuvo soberbio, y otra en el Festival de Cáceres. Tenía maneras. No sólo se parecía físicamente a su padre, también en ciertos tics y en el tono de la voz, aunque sin llegar al salvajismo y la anarquía cantaora de su progenitor.
Sin embargo, Fernando Fernández Pantoja, “Fernando Terremoto”, fue un cantaor serio, apreciado entre los buenos aficionados, que evocaba ecos de una larga tradición flamenca: Mojama, Tío Borrico o Sernita.
En 1996 ganó el concurso de la IX Bienal de Sevilla, sorprendiendo a todos, pero su confirmación como cantaor posiblemente le llegó en el año 1998, en el XV Concurso de Córdoba, en el que se alzó, al parecer también con sorpresa, con los premios Niña de los Peines (soleá por bulerías y bulerías), Manuel Torre (seguiriyas y tonás) y D. Antonio Chacón (malagueña y taranto).
Ahora que su voz se ha apagado para siempre en este febrero invernal y desapacible, ya no podremos saber lo que daría de sí todavía este cantaor de hondas raíces flamencas; sólo nos quedan sus ecos jerezanos, ecos de una voz que arañaba y, cuando el duende la visitaba, llegaba hasta lo más subterráneo de la sensibilidad. Por eso el flamenco está hoy de luto.