domingo, 5 de febrero de 2012

AFRODITA 41

SOLIDARIDAD



 
La solidaridad no debe supeditarse a la caridad ocasional y voluble o a las ganas individuales; si así fuera, se convertiría en mero paternalismo, en inútil limosna o en simple antojo y capricho para aquellos que, cuando les viene en gana o cuando les conviene, hacen gala de su prodigalidad o nobleza.

Para que esta actitud adquiera verdadero rango e importancia dentro de las relaciones humanas y sirva, además, para el propósito para el que ha sido concebida, no debe depender del arbitrio caprichoso de los individuos, sino que ha de convertirse en un deber consensuado. En primer lugar, en un deber de los Estados: ellos deben ser los responsables de una distribución equitativa (solidaria) de los recursos. Los Estados deben también exigir la colaboración de los ciudadanos (“hacienda somos todos”, por ejemplo) y velar por el cumplimiento de esas exigencias, siempre que sean justas y busquen ser distribuidas para el bien común.

Los seres humanos no somos pródigos por naturaleza o, al menos, no lo parece. Más bien tendemos a atesorar de todo en nuestro propio beneficio, como urracas insolidarias, y, si acaso, cuando la caridad se nos dispara, sobre todo en fechas señaladas en nuestro calendario, o la conciencia (ese utópico virtual común en el que la cultura va sedimentando sus valores) se nos indigesta más de los habitual, alargamos la mano para dar y conceder algo de lo que nos sobra, y nos mostramos rumbosos y de gran corazón con limosnas o caridades que poco o nada solucionan sino que, más bien, solo sirven para alegrar nuestra más íntima vanidad o aplacar los rigores de nuestros remordimientos.




 


KONIEC




Hace mucho tiempo ponían en la televisión unos dibujos diferentes a los habituales, de los que recuerdo que apenas había en ellos violencia, tan frecuente en los dibujos animados de entonces. Recuerdo ese ambiente de paz, unos dibujos animados esquemáticos, de corta duración, diferentes a los que estábamos acostumbrados a ver, y una palabra al final de los mismos: Koniec. Esta palabra, no sé por qué, se me quedó grabada en la memoria. No sabía ni su origen ni su significado.

Hace algunos años, una persona amiga me dejó un libro de poemas de una autora polaca de nombre impronunciable, repleto de consonantes; el libro se llamaba Paisaje con grano de arena y estaba publicado por la Editorial Lumen. Era una antología de la poesía de Wislawa Szymborska, nacida en 1923 en Prowent-Bnin, cerca de la ciudad de Poznan, en el seno de una familia de clase media, aunque su familia se trasladó a Cracovia cuando ella tenía 8 años y ésta va ser su ciudad desde entonces, en la que vivirá hasta su muerte, acaecida hace unos días, en plena hola de frío polar.

Poco tiempo más tarde, en mayo de 2010, viajé a Polonia, y realicé una visita a un colegio de educación especial, en la ciudad de Przemyśl, a orillas del caudaloso río San. El colegio se llamaba Osrodek Szkolno-Wychowawczy, y estaba dedicado a la memoria de Janusz Korczak, médico polaco, reconocido pedagogo y escritor de literatura infantil, que falleció en agosto de 1942 en el campo de exterminio de Treblinka. Allí pude ver una fotografía de Wislawa Zsymborska en las paredes del colegio, al lado de otras como las de Chopin, Marie Curie, Copérnico, el papa Wojtyla, Czeslaw Milosz o Joseph Conrad, que mostraban de una manera gráfica la memoria de un país en sus hombres y mujeres más destacados, para que el olvido no haga que desaparezcan ni sus gestos ni sus palabras. Me gustó aquel mosaico de rostros conocidos en un país tan lejano.

En estos días, probablemente, el mundo se empobrece otra vez con una nueva ausencia, aunque nos queden, como semillas, sus palabras:



FIN Y PRINCIPIO

(Koniec i początek)



Después de cada guerra

alguien tiene que hacer la limpieza.

Un mínimo orden

no se hará solo.



Alguien tiene que apartar los escombros

de los caminos

para que puedan pasar

carros llenos de cadáveres.



Alguien tiene que hundirse

en el fango y en la ceniza,

en los muelles de los sofás,

en las esquirlas de vidrio

y en los trapos ensangrentados.



Alguien tiene que arrastrar una viga

para apuntalar la pared,

alguien debe poner cristales en las ventanas

y colocar la puerta en los goznes.



Es una labor nada fotogénica

y requiere años.

Las cámaras ya se han ido

a otra guerra.



Otra vez puentes,

de nuevo estaciones.

Las mangas se deshilacharán

a fuerza de arremangarse.



Alguien, escoba en mano,

recuerda aún cómo era todo.

Alguien escucha

y asiente con la cabeza que no le arrancaron.

Pero pronto, muy cerca,

empiezan a pulular

quienes lo encuentran aburrido.



Alguien todavía a veces

de debajo de una mata desentierra

argumentos oxidados

y los arroja al montón de desechos.



Quienes saben

la trama de la historia

tienen que ceder

a quienes apenas la conocen.

Y menos que apenas.

E incluso casi nada.



En la hierba que ha crecido

sobre causas y efectos

alguien debe tumbarse

con una espiga entre los dientes

para contemplar las nubes.







miércoles, 1 de febrero de 2012

AFRODITA 40

INCONTINENCIA LECTORA



En aquello que no se conoce, no conviene pasarse de listo, pues en esta sociedad que vive más de la apariencia y del qué dirán que del ser y de la información documentada, tampoco conviene excederse en el parecer sin fundamento, sobre todo por ese qué dirán, que seguro que acabarán diciéndolo, aunque sea a escondidas y por la espalda.

Aristóteles, que no es sospechoso de exageraciones, definió la virtud como el justo medio entre dos extremos, bien se consideren éstos por exceso o por defecto. Y la lectura, como cualquier otra actividad humana debe adaptarse igualmente a estas consideraciones, so pena de caer en estados poco recomendables, como le ocurrió al famoso Alonso Quijano, que le dio por los delirios a causa de las excesivas lecturas de caballería que ingirió, según cuenta su biógrafo, un tal Cervantes..

Hoy existe la presunción, muy extendida, de que leer no lleva a ninguna parte y muchos hacen gala de no haber leído jamás un solo libro y, además, lo expresan en público y a voces, sin ningún rubor y convencidos de que su modo de vida es el correcto, sobre todo por que no les va mal en la misma; pero como de todo hay en la viña del señor, también los hay que presumen de lo que no conocen, y así, puestos a ver quién es más conocedor y lector, los hay que afirman haber leído bastante a Sócrates, aquel sabio ateniense que hizo famosa aquella frase de yo solo sé que no sé nada y, sobre todo, popularizó una planta denominada cicuta, que paralizó poco a poco su actividad vital mientras conversaba con sus discípulos del alma, según nos relata uno de ellos, el más conocido, el de anchas espaldas, en el Fedón. El problema es que, al parecer, Sócrates no escribió una sola línea.

Comprobamos, pues, que la incontinencia lectora no es buena consejera, ya que, como todas las incontinencias, peca siempre de excesos. Para ilustrar este padecimiento del espíritu tenemos otro ejemplo notable de un lector de Augusto Monterroso, escritor guatemalteco fallecido en 2003, que es conocido sobre todo por sus relatos cortos, cortísimos, especialmente por “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Ya está. Pues bien, el incontinente lector, preguntado por este relato de Monterroso, respondió que le estaba fascinando su lectura, que iba ya por la página 35 y que le parecía un relato muy interesante. Tanto le encantaba Monterroso, que no sabía parar.

En este sentido, y no hace mucho, Pilar Galán, que tiene una columna los jueves en El Periódico de Extremadura, me comentaba que en la presentación de un libro de un amigo en un pueblo de nuestra Comunidad Autónoma, de cuyo nombre no quiero acordarme, una señora se acercó a ella para decirle que la leía todos los días en la prensa y lo mucho que le gustaba lo que decía. “Tiene una columna los jueves”, le informó con tacto otro compañero a la señora; “sí, lo sé, los jueves también la leo”, contestó. Y se quedó tan pancha.