sábado, 15 de octubre de 2011

LLÁMAME ZORRA

El lenguaje es tan rico y los jueces tan finos en sus apreciaciones, comentarios y sentencias, a las que los simples mortales no podemos llegar ni entender, que pueden con ellos alterar el uso normal de las palabras e incluso, lo que es más grave, de las intenciones.

Lo que a todas luces parece un insulto, una amenaza o un acto de violencia verbal, inadmisible y reprobable, pasado por el tamiz de un juez, que son los que sientan jurisprudencia, podría convertirse incluso en un piropo, en una caricia verbal con las que los maridos, y los que no los son, podrán agasajar a sus astutas esposas o parejas.

Incluso ellas, amparadas por sentencias tan sutiles, podrían creer que están equivocadas en sus percepciones de la realidad y de los sentimientos con respecto a sus agresores, y alentar a sus medias naranjas (limones mejor, en este caso), a continuar por la senda que las puede (no sería el primer caso) llevar hasta la muerte.

El interés de algunos jueces por rebuscar sentencias al amparo de diccionarios o de arbitrarias elucubraciones (si la memoria no me falla, alguno, en su sentencia, comentó que no había habido ensañamiento con la víctima, que tenía 50 ó 60 puñaladas en su cuerpo), pone de manifiesto claramente que nadie es infalible, cosa que ya sabemos por experiencia y por convicción, aunque algunos se empeñen en perseverar en esa dirección.

La reflexión, la crítica y, en su caso, la rectificación deberían ser el modo en que ciertas personas, por el cargo que ocupan, por el poder que detentan y por las repercusiones que de estas circunstancias se derivan en la opinión pública y que, a veces, puede repercutir en la percepción de los hechos, deberían tener más cuidado en sus apreciaciones y en sus juicios.



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