domingo, 5 de febrero de 2012

SOLIDARIDAD



 
La solidaridad no debe supeditarse a la caridad ocasional y voluble o a las ganas individuales; si así fuera, se convertiría en mero paternalismo, en inútil limosna o en simple antojo y capricho para aquellos que, cuando les viene en gana o cuando les conviene, hacen gala de su prodigalidad o nobleza.

Para que esta actitud adquiera verdadero rango e importancia dentro de las relaciones humanas y sirva, además, para el propósito para el que ha sido concebida, no debe depender del arbitrio caprichoso de los individuos, sino que ha de convertirse en un deber consensuado. En primer lugar, en un deber de los Estados: ellos deben ser los responsables de una distribución equitativa (solidaria) de los recursos. Los Estados deben también exigir la colaboración de los ciudadanos (“hacienda somos todos”, por ejemplo) y velar por el cumplimiento de esas exigencias, siempre que sean justas y busquen ser distribuidas para el bien común.

Los seres humanos no somos pródigos por naturaleza o, al menos, no lo parece. Más bien tendemos a atesorar de todo en nuestro propio beneficio, como urracas insolidarias, y, si acaso, cuando la caridad se nos dispara, sobre todo en fechas señaladas en nuestro calendario, o la conciencia (ese utópico virtual común en el que la cultura va sedimentando sus valores) se nos indigesta más de los habitual, alargamos la mano para dar y conceder algo de lo que nos sobra, y nos mostramos rumbosos y de gran corazón con limosnas o caridades que poco o nada solucionan sino que, más bien, solo sirven para alegrar nuestra más íntima vanidad o aplacar los rigores de nuestros remordimientos.




 


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