sábado, 14 de mayo de 2011

ESTADO DE DERECHO



En conversaciones con algunos compañeros me dicen que no se comprende muy bien mi entrada en el blog sobre Osama Bin Laden, y me reprochan que no considere los beneficios de la muerte del terrorista de origen saudí. Como si el terrorismo no se nutriera constantemente de una mezcla de odio, venganza, injusticia, pobreza y fanatismo y, por tanto, será difícil erradicarlo por medios violentos, que sólo generarán más odios, más fanatismo y nuevos deseos de venganza.

Los argumentos que esgrimo no son de carácter emotivo, que en tantas ocasiones nos nublan la capacidad de raciocinio, sino que se basan en concepciones básicamente de carácter ético, político y filosófico que hemos ido construyendo sobre todo a lo largo de los últimos siglos y que han tenido como resultado lo que nos parecía que era el lugar común al que debíamos tender: la igualdad de derechos de las personas, la libertad de expresión, la justicia social, el Estado democrático y de derecho que no hace distinciones entre las personas sean cuales sean sus credos, ideologías, sexo o condición.

Por principio, toda muerte me entristece, pero me repugna aquella que no se produce por causas naturales sino por la violencia de los seres humanos, por el odio que nos profesamos, por el afán de venganza o poder, por la codicia y la ira que forma parte de esa parte nuestra, tan animal, tan bárbara y primitiva, y que no somos capaces de superar a pesar de los logros y los conocimientos que hemos ido cosechando y acumulando a lo largo de nuestra evolución como seres humanos.

La violencia engendra violencia y nunca fue camino para solucionar los problemas; como mucho, los mantiene larvados mientras el poder del que la inflige se mantenga. El ojo por ojo y diente por diente que rezaba en la estela que contiene el famoso código de Hammurabi (1728 – 1686 a. C.) no me parece el código moral o legal en el que debamos seguir mirándonos los seres humanos del siglo XXI. Si desde entonces no hemos aprendido nada más, pobre y triste legado es el nuestro.

Pero además, me parece que no somos justos cuando juzgamos hechos que son similares pero en los que varía el sujeto que produce la acción y el que la padece o la recibe.

Es verdad que a veces deseamos la muerte de ciertos individuos que provocan la muerte, el dolor y el sufrimiento de otras personas de manera caprichosa e indiscriminada; es verdad que deseamos la muerte de algunos tiranos que encriptados en su soberbia y en el poder que poseen, masacran, torturan, encarcelan y reprimen a todos aquellos que ponen en duda su poder o intentan socavarlo; es verdad que deseamos la muerte de terroristas y fanáticos (que son una misma cosa tantas veces) que no dudan en verter la sangre de ciudadanos inocentes en nombre de sus dioses, de sus nacionalismos, de sus ideologías o de su odio disfrazado y oscuro. Pero una cosa es desear, que forma parte inevitable de nuestra naturaleza y de nuestra imaginación, y otra muy distinta es realizar ciertos deseos, que claramente van en contra de la convivencia entre las personas.

Ahí radica, por lo tanto, la grandeza del Estado de derecho, esa construcción jurídica, ética, social y política, cuyo sistema defiende y protege incluso a aquellos que lo atacan y quieren abolirlo. Este sistema no permite que nadie se tome la justicia por su mano y, aunque tiene contradicciones y debilidades derivadas de las personas que lo componen, es el sistema que más nos protege de las arbitrariedades del poder. Si lo utilizamos a nuestra conveniencia y aplaudimos al que lo viola simplemente porque es de los nuestros, porque conviene a nuestros intereses o calma nuestros miedos, estaremos haciendo un flaco favor a la coherencia, a la solidez y a la pervivencia de este sistema.



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